lunes, 14 de marzo de 2011

Una historia de Ángeles

M.Sc Rodrigo Quirós Valverde

Desde nuestra infancia hemos escuchado historias relacionadas con ángeles, en ocasiones a través de alguien cercano a nosotros -generalmente nuestra madre- y en otras mediante un libro, programa de televisión o película. Sin embargo, sea cual sea la forma en que nos percatamos por primera vez de su existencia, usualmente los hemos contemplado como seres celestiales que nos protegen  a lo largo de la vida –nuestro ángel de la guarda- o como los fieles emisarios de Dios.
Podría nombrar gran cantidad de relatos bíblicos que evidencian una participación destacada de estos personales en una amplia gama de roles, pero cito uno de ellos por la relevancia de la tarea encomendada. Se trata de aquel pasaje cuando un ángel del Señor se aparece en sueños a José y le dice: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es  engendrado, del Espíritu Santo es”. (Mateo 1.20)

Evoco también, con especial sentimiento, aquella primera oración que aprendieron mis hijos y que solían rezar al acostarse: “Ángel de la guarda,  mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…”.
Además, en el “mundo” de los ángeles también existen jerarquías, es decir, algunos con mayor poder que otros. En la búsqueda de los más poderosos, nos encontramos con aquellos considerados como los reyes del Universo y sólo superados por la Santísima Trinidad, me refiero a los siete Arcángeles: Gabriel, Miguel, Rafael, Uriel, Jofiel, Shamuel y Zadkiel, de quienes sabemos comandan huestes de ángeles y que cumplen funciones trascendentales.
En síntesis, nadie desconoce lo que los ángeles han representado para muchas culturas y religiones a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo, ¿Quién de nosotros ha tenido alguna vez una experiencia personal con estos seres de luz?
Fue el año anterior, cuando conocí de la gran devoción que mantuvo la Madre Teresa por los ángeles. Asimismo, de la costumbre de recibirlos en los hogares.
Según esta costumbre, el recibimiento debe realizarlo la familia completa y ofreciendo a sus invitados frutas, flores, velas blancas, incienso y por supuesto una oración especial para la ocasión.
Después de discutirlo en el seno familiar, tomamos la decisión de ser sus anfitriones e iniciamos de inmediato todos los preparativos para tal acontecimiento. Hasta ese momento todo trascurría con normalidad, o al menos así lo percibía. Quizá, las actividades de fin de año, no me habían permitido reflexionar en lo que estábamos a punto de vivir.
Pero llegó el ansiado día, mis hijos lucían inquietos y a la vez un poco escépticos y cuando el reloj marcó las nueve de la noche, procedí a abrirles la puerta. Les dimos la bienvenida y nos presentamos –tal como lo indicaba la hoja de instrucciones que nos había proporcionado una amiga de la familia-. A partir de aquel instante, se sintió en el ambiente una presencia especial, divina, celestial… y no sé si fue mi imaginación, pero la casa súbitamente se llenó de una luz maravillosa, la mirada de mis hijos y mi esposa ya no era la misma, se notaba un  brillo especial –amalgama de ternura y amor-. En mi caso, poca a poco empecé a impregnarme de una paz que hacía mucho no sentía.

Durante, los días que estuvieron entre nosotros, hubo señales que demostraron su presencia. Todos – sin excepción- nos sentimos muy motivados y en términos generales se respiraba un ambiente de armonía y quietud. Al salir de casa nos despedíamos de ellos y al llegar los saludábamos y les contábamos como nos había ido durante el día. Puedo decir que, se integraron y prácticamente se convirtieron en miembros de la familia. Aunque no los podíamos ver, percibíamos su presencia.
Al cumplirse el tercer día, llegó el momento de decirles adiós. Esa noche, al ser las nueve saldrían de mi casa y se trasladarían  a otros tres hogares. Les agradecimos por haber compartido con nosotros y finalmente dejamos que se marcharan.
De pronto, un sentimiento de tristeza se apoderó de nosotros y la casa por un momento se vistió de soledad, coincidimos en ese momento que durante los últimos días habíamos gozado de una compañía verdaderamente plena y especial.
La experiencia fue valiosa en muchos sentidos, pero principalmente porque generó un aprendizaje en cada uno de nosotros. Por un lado, comprobamos que los ángeles realmente existen y están a nuestro lado, por otro, que son seres enviados por Dios para ayudarnos en nuestro peregrinar por este mundo, lo único que debemos hacer es invocarlos con fe y pedir su protección y ayuda.
Cada mañana, al salir de nuestro hogar, oremos a Dios para que,  a través de nuestro ángel custodio, guie nuestro caminar e ilumine nuestros pensamientos. Quizá, sea esta una forma de llevar luz y esperanza a todas aquellas personas con quienes interactuamos día a día.

1 comentario:

  1. Estimado Rodrigo
    Su aporte en esta entrada me ha parecido sumamente valioso, primero por el enfoque que le hace al tema y, segundo, porque nos participa de la experiencia personal y familiar que con mucha magia vivió.
    Gracias de nuevo
    Manuel Murillo

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